martes, 8 de junio de 2010

¿A partir de cuánto?

¿Qué es una vida digna?
¿Cuándo se terminan de cubrir las necesidades propias?

Si yo fuera rico...

La amplísima clase media, a la que la mayoría admitimos pertenecer y cuyos extremos económicos se distancian infinitamente, no parece mostrarse satisfecha: aspira siempre a más. Piensa “ Oh, si yo tuviera...” y si consigue obtener lo deseado, pronto codiciará otra cosa.

A la clase alta le pasa lo mismo, la diferencia está en que siempre consigue su objeto de deseo, cueste lo que cueste.

Así, la clase baja aspira a ser clase media; la media a ser clase alta y la alta a que sólo unos cuantos puedan ser como ellos. Y este es el principio del capitalismo; nada de sueño americano, de oportunidades, ni de libre mercado... lo primordial del capitalismo es que la movilidad social en sentido ascendente parezca posible pero sea sólo privilegio de unos pocos o un sueño hecho realidad fugazmente y que termina en pesadilla.

Luego, se nos olvida que existe otra clase social por debajo de la baja, los que siempre están en crisis. Los que no han perdido nada porque nunca tuvieron nada, los que aspiran a ser clase baja; los que en esta pirámide humana que es la sociedad, no pisan a nadie y son los únicos que tienen los pies en el suelo.



Y ahora me van a permitir que les cuente un cuento .

Había una vez un Viejo Avariento.
Tan viejo que existió desde que el hombre tiene memoria.
Y tan avariento que le puso precio a la vida humana para poder adquirirla.

Ansiaba tanto atesorar, que el miedo a perder su riqueza le llevó a destruir todo lo que no le aportase nuevos bienes. La solidaridad, para él, no era más que un medio para obtener un fin: algo que predicar para que otros practicasen y así no tenrer que desprenderse él de sus posesiones. Llegó a adquirir el dudoso don del rey Midas y a sí mismo se habría convertido en oro si ello no implicase el dejar de ganar dinero.
Durante largo tiempo, se convirtió en la imagen que todos querían ver reflejada en su espejo; pero también los espejos eran propiedad de este viejo y prefirió romperlos antes que compartirlos. Eso sí, recogieron los cristales rotos los que habían sido aspirantes a convertirse en nuestro protagonista.
Pasaba el tiempo y aguerridos príncipes lucharon contra él, primero y se le unieron después. Incluso convenció a las Hadas Madrinas de que no concedieran más deseos que los suyos propios.
Tal llegó a ser su poder, que convenció a Dios para que le sirviera.
Se convirtió en el monstruo más feroz y dañino que jamás haya pisado la Tierra y sin embargo, todos parecían encantados con él; gustosos lo alimentaban, cuidaban y arropaban como al líder más admirado. Luchaban y morían por él; defendían su nombre aun cuando ni lo conocían.
Los pueblos, totalmente desposeídos de la más mínima autonomía, perdían el control de sus vidas bajo el implacable pie que adoraban y esperaban que la mano del viejo les sacase del pozo, pero ésta sólo asía más y más riqueza, más y más poder...
Tanta era la avaricia del viejo, que no sólo le quitó los caramelos a los niños, también su comida y lo poco que pudiera tener cada individuo...

Y el que espere un final feliz, que le ponga nombre al viejo, lo reconozca, lo identifique, lo aparte de su vida y no siga su ejemplo.

... colorín colorado, este cuento, no ha acabado...

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